A veces quisiera librarme del prisma a través del que percibo la realidad que me rodea: espectáculos cotidianos que aparecen por las calles, danzas urbanas de la ciudad con sus cuerpos en marcha, ritmos, rupturas, aceleraciones y pausas, encuentros y separaciones. En el mar los bancos de peces se hacen cuerpos de ballet. Béjart refiriéndose a Jean Vilar decía: “cuando veíamos un gato por la calle, le hacíamos una puesta en escena”. Hoy la voz del abuelo sigue resonando y los gatos que cruzan mi camino no dejan de bailar.
La naturaleza sin hacer audiciones abunda en estrellas; una corteza de árbol flotando en el agua, una pluma con la que juega el viento, una hoja que cae al suelo. Un bailarín, creo yo, aspira a tanta fluidez, dominio en el no dominar. Ser objeto del viento en apariencias, nada más. Cuando el cuerpo se ayuda de la técnica para alcanzar su naturalidad, hacerse hermano de las hojas que caen y vuelan, de los objetos que ruedan, ahí entonces entra en el paisaje, sin mutilar su impulso. Qué difícil es esa simplicidad, ese natural. Pero ¿tendré derecho a hablar de técnica cuando las hojas a punto de caerse de los árboles me siguen pareciendo tan lejanas?
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