22/8/11

Elisabeth Leonskaja, piano

Esta mañana descubrí una escultura de mujer-violín – mitología romántica–, en un lugar insólito de mi país, ése dónde sigo sin reconocerme por mucho que lo reconozca. El violín estaba esculpido en la mujer, y la mujer en la piedra.

Esta noche escuché a una pianista resucitar a Chopin desde su vivencia tallada en la roca. Generosas caderas y cabeza maciza que dejaba el flequillo agitarse al ritmo de las manos, la pianista me apareció como una estatua en movimiento. Restituyó en notas el grito del monstruo de plata fina y alcanzó el gozo del artista; ése que contrasta con el mutismo del público y se vierte en él para despertarlo desde lo invisible.

Esta noche el público irrumpió la escena y se enfrentó a su propio reflejo, poblando tanto la parte delantera como trasera del escenario.
El número de espectadores es una cuota de posibles actores vistos desde una voz silenciosa e inmóvil. Al tomar parte en el espacio, los auditores acompañaron al músico desde una perspectiva revertida y se hicieron actores; impasibles cómplices sin posible retorno. Yo me he visto dentro y fuera en simultáneo, hasta reconocer la gratitud del instrumento y la conmoción de su madera; o así me habría sentido yo –agradecida y conmovida –, si hubiera nacido piano. Vi la zozobra del intérprete al borde del precipicio y el desamparo del público con ansias de alcanzarla en el vacío, o recogerla del suelo con el pie a medio vuelo.
El vértigo interior y la caída hacia fuera pasados, los aplausos me parecieron poca cosa ante el abrazo que sembraban evocar o suplicar.

Si dejáramos de jugar a ser encivilizados, nos tocaría desnudarnos en la sala central del Conservatorio de Ginebra para descubrirnos una piel de madera y cabellos de cuerda, una morfología de hombres porteurs de notes, hijos de la mujer-violín.

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